Veamos un caso concreto. Jaime se considera un buen esposo
y un padre tolerante, pero hay cosas que le hacen perder
los. estribos. Sonia tiene un carácter difícil, nunca obedece y
encima es respondona. Se «olvida» de hacerse la cama, aunque
se lo recuerdes veinte veces. Es caprichosa con la comida;
las cosas que no le gustan, ni las prueba. Cuando le apagas
la tele, la vuelve a encender sin siquiera mirarte. Te coge dinero
del monedero, ni siquiera se molesta en pedirlo por favor.
Interrumpe constantemente las conversaciones.
Cuando se
enfada (lo que ocurre con frecuencia), se pone a llorar y
se va corriendo a su habitación dando un portazo.
A veces se
encierra en el cuarto de baño; en esos momentos, ningún razonamiento
consigue tranquilizarla. De hecho, una vez hubo que abrir la puerta del baño a patadas. Pero lo que realmente
saca a Jaime de quicio es que le falte al respeto.
Anoche,
por ejemplo, Sonia cogió unos papeles del escritorio para
dibujar algo. «Te he dicho que no cojas los papeles del escritorio
sin pedir permiso», le dijo Jaime. «¿Pero qué te has creí-
do? ¡Yo cojo los papeles que me da la gana!», respondió
Sonia. Jaime le pegó un bofetón, gritando:
«¡No me hables así. Pide perdón ahora mismo!»;
pero Sonia, lejos de reconocer su
falta, le plantó cara con todo desparpajo: «¡Pide perdón tú!»
Jaime le volvió a dar un bofetón, y entonces ella le gritó: «¡Capullo!»
y salió corriendo. Jaime tuvo que hacer un verdadero
esfuerzo para contenerse y no seguirla. En estos casos es mejor
calmarse y contar lentamente hasta diez. Por supuesto, Sonia
estará castigada en casa todo el fin de semana.
Hasta aquí la historia. Supongamos ahora que Sonia tiene
siete años y Jaime es su padre. Y usted, ¿qué opina? ¿No es
éste uno de esos casos en que a cualquiera «se le iría la
mano»? ¿No sirvió esta bofetada para descargar la atmósfera,
como tan bien decía el Dr. Spock? ¿Qué pueden hacer en
un caso así esos fanáticos que prohibieron por ley las bofetadas?
¿Van a denunciar a este padre ante los tribunales por
pegar un bofetón a una niña que, por cierto, se lo tenía bien
merecido? ¿No es mejor dejar que estos problemas se resuelvan
en el ámbito familiar sin intervenciones externas? Tal
vez incluso esté usted pensando que una niña nunca habría llegado
a ser tan desobediente y respondona si le hubieran dado
una buena bofetada hace tiempo. Esta situación parece típica
de niños malcriados por padres permisivos que no saben
establecer límites claros, que no imponen la necesaria disciplina:
lo que hoy está permitido, mañana provoca una respuesta
desmesurada, con el resultado de que el niño está confuso
y es desgraciado. ¿Y si yo le dijera, amable lector, que Sonia tiene en realidad
diecisiete años y que Jaime es su padre? ¿Cambia eso
algo? Repase la historia a la luz de este nuevo dato. ¿Le parece
tal vez que es demasiado grande para pegarle, para apagarle
la tele o para hacerle pedir permiso antes de coger una
simple hoja de papel? ¿Le parece adecuado que un padre abra
a patadas la puerta del baño donde está su hija de diecisiete
años? ¿Empieza tal vez a sospechar que se trata de un padre
obsesivo, tiránico y violento, y que la respuesta de su hija es
lógica y comprensible?
Y si es así, ¿por qué esta diferencia? Reflexione unos
momentos sobre los criterios que ha usado para juzgar a este
padre y a esta hija. ¿Están los niños pequeños más obligados
que los adolescentes a respetar las cosas de los mayores, a
recordar y cumplir las órdenes, a obedecer sonrientes y sin
rechistar, a hablar con amabilidad y respeto aunque por dentro
estén enfadados, a mantener la calma y no llorar ni dar
escenas? ¿Son más perjudiciales los gritos y los golpes para el
adolescente que para el niño pequeño? No son ésos los criterios
que sigue la Justicia con los menores de edad. Antes bien,
cuanto más pequeño es el niño, menos responsable le consideran
los jueces y menor es el castigo (si es que existe algún
castigo). ¿Quién tiene razón: el Estado «intervencionista»,
que no considera al niño responsable de sus actos, o el padre
«justo y sabio», que corrige a su retoño cuando aún está tierno?
Quizá, en vez de asistentes sociales, educadores, tribunales
de menores y reformatorios, sería mejor abrir cárceles de
máxima seguridad y restablecer la tortura para los delincuentes
juveniles.
Pero todavía queda una posibilidad aún más inquietante.
¿Y si yo le digo ahora que Sonia tiene veintisiete años y que
Jaime es su marido? (No, no estoy haciendo trampa. Vuelvaa leer la historia: en ningún momento había escrito que Sonia
fuera la hija. ) ¿Le parece normal que un marido le apague la
tele a su esposa «porque ya ha visto suficiente», que le ordene
hacerse la cama, que la obligue a comérselo todo, que le
prohiba coger un papel o que le pegue un bofetón? ¿Sigue
pensando que Jaime es un buen marido, pero que el carácter
difícil de Sonia le hace perder a veces los estribos? ¿Acaso no
es un derecho y un deber de cualquier marido corregir a su
esposa y moldear su carácter, recurriendo si es preciso al castigo
(«quien bien te quiere, te hará llorar»)? ¿Acaso no juró
ella, ante Dios y ante los hombres, respetar y obedecer a su
marido? ¿Ha de intervenir el Estado en un asunto estrictamente
privado?
¿Por qué al leer por vez primera la historia de Jaime y
Sonia pensó usted que Sonia era una niña? Pues precisamente
porque Jaime le gritaba y le pegaba. Inconscientemente,
usted ha pensado: «Si la trata así, debe de ser su hija. » No se
nos ocurre que se pueda tratar así a un adulto, lo mismo que
al leer las palabras «ataque racista» en un titular, no se nos
ocurre pensar que las víctimas puedan ser suecas.
La violencia nos parece más aceptable cuando la víctima es
un niño; cuanto más pequeño, mejor.
Veamos otro ejemplo. Pedro, de seis años, pide un chicle en
la panadería. Maite finge no haberle oído. Pedro insiste. «Un chicle,
por favor. » «No. » «¡Quiero un chicle!» «¡Te he dicho que
no!» «¡Quiero un chicle!» «Mira, es que me pones de los nervios.
Te he dicho veinte veces que no te doy ningún chicle
exclama Maite mientras agarra fuertemente al niño por un
codo y lo arrastra fuera de la panadería.
¿Quién no ha visto, quién no ha vivido una escena así? Es
fácil comprender que una madre acabe por perder la paciencia...
¿Y si resulta que Maite no es la madre? La madre, amable
lectora, es usted. Ha enviado usted a su hijo Pedro, con una
monedita en la mano, a comprar un chicle (no hay ni que
cruzar la calle), y Maite, la panadera, lo ha tratado de ese
modo. ¿No iría usted a protestar? ¡A que no vuelve a comprar
en esa tienda!
La violencia contra un niño nos parece más aceptable cuando
el agresor es un padre o maestro que cuando es un desconocido.
De hecho, jamás permitiríamos que un desconocido
se acercase a nuestro hijo en la calle y le pegase.
Y para el niño, ¿qué es más aceptable? La agresión de un
desconocido te puede causar dolor físico y miedo. Pero, ¡tu
propio padre! Al dolor y al miedo se unen el asombro, la
confusión, la traición, la culpa (sí, la culpa; aunque parezca
increíble, los niños tienden a pensar que, si les pegan, es porque
se lo habrán merecido. Incluso los que sufren las palizas
de un padre alcohólico se sienten culpables). Un desconocido
sólo golpea tu cuerpo; tus padres, además, pueden golpearte
el alma.
Imagine ahora que su hijo, de diez años, ha tenido una
disputa en el colegio. Un empujón, una zancadilla, unos cuantos
insultos, un revolcón por el suelo... Resultado final: un
niño lloroso, la ropa sucia y un arañazo en la rodilla. ¿Iría
usted a protestar al colegio o a hablar con los padres de los
agresores o con los agresores mismos? Probablemente no,
salvo que las agresiones fueran continuas o se produjeran
lesiones graves. Al fin y al cabo, «son cosas de niños». Es más,
muchos padres y no pocas madres le dirían a su hijo que lo
que tiene que hacer es dejar de lloriquear y plantar cara a
los matones...
Perdón, ¿he dicho su hijo de diez años? Quería decir su marido
de treinta. Un compañero de oficina, tras una discusión, le ha pegado un puñetazo y le ha tirado al suelo mientras los
demás colegas se reían y gritaban: «¡Dale, dale fuerte!». ¿Hay
alguna diferencia?
Claro que la hay. Un comportamiento así nos parece inaceptable.
No hace falta esperar a que se repita cada día, ni a
que haya un hueso roto. He visto poner una denuncia ante
los tribunales por mucho menos. El adulto que denuncia una
agresión no es un quejica ni un chivato, sino que está defendiendo
sus derechos. Los niños, en cambio, están sometidos a
una ley del silencio tan dura como la de la mafia, y cualquier
queja puede ser recibida con el desprecio de los compañeros
e incluso de los profesores74.
Podemos inventar mil excusas para maquillar la realidad,
pero lo cierto es que nuestra sociedad condena la violencia,
excepto cuando la víctima es un niño. Si la víctima es un niño
y si el agresor es otro niño, un maestro o sobre todo un padre,
se toleran y a veces aplauden dosis increíbles de violencia.
David Finkelhor, un sociólogo norteamericano que ha investigado
en profundidad la violencia familiar y los malos tratos,
señala tres motivos principales por los que los niños son agredidos
con tanta frecuencia75:
1) Los niños son débiles y dependen de los adultos.
2) La justicia no se ocupa de protegerles, y la sociedad no
condena las agresiones.
3) Los niños no pueden escoger con quién se relacionan:
no pueden cambiar de padres, de escuela o de barrio cuando
quieren.
¿Estoy diciendo entonces que no podemos jamás, por ningún
motivo, pegar a un niño? Exactamente. ¿Y cómo podemos entonces
imponer disciplina? Imagínese que su hijo hace exactamente lo mismo dentro de quince años. No le podrá pegar porque
será más fuerte que usted (ése es, no nos engañemos, el principal
motivo por el que no pegamos a los chicos mayores). ¿Cómo
resolverá entonces la situación? Pues vaya practicando.
Estoy de acuerdo con Spock71 cuando afirma que algunos
padres, en vez de pegar a sus hijos, recurren a formas todavía
más dañinas de violencia, como la humillación, los gritos
constantes, las burlas o el desprecio. Como en todo, hay gradaciones;
y las burlas e insultos cotidianos pueden ser peores
que una bofetada flojita de tarde en tarde. Pero eso no me
sirve como justificación para las bofetadas.
¿Debe detener la policía a los padres que pegan a sus hijos?
O, en un sentido más amplio, ¿somos malos padres porque
alguna vez hemos pegado a nuestros hijos? ¿O porque les
hemos pegado muchas veces? ¿Sufrirá mi hijo un «trauma» por
aquella vez, hace doce años, que perdí los nervios y le pegué?
Por supuesto, la policía y la justicia han de intervenir en
los casos graves de violencia y crueldad; y otros casos un
poco menos graves caerán en el terreno de la psiquiatría y
del trabajo social. Pero no es menos cierto que sería difícil
encontrar a un padre que nunca ha levantado la mano o la
voz contra un hijo.
También hay matrimonios, parientes, amigos o compañeros
de trabajo que alguna vez (o muchas veces) han discutido agriamente,
se han insultado o ridiculizado, incluso se han golpeado,
y sin embargo han conseguido la reconciliación y el equilibrio.
Sin duda, en muchos casos leves de violencia, tanto en
la familia como fuera de ella, la intervención de la policía y
de los jueces no haría más que empeorar la situación y dificultar
un arreglo amistoso.
Lo que diferencia, a mi modo de ver, la violencia contra
los hijos de otros tipos de violencia en nuestra sociedad, loque la convierte en una intolerable ignominia, es la justificación.
No sólo una parte importante de la opinión pública.
sino también un gran número de profesionales e intelectuales,
por lo demás cultos, amables y respetuosos, insisten en afirmar
que la «bofetada a tiempo» no sólo es admisible, sino
recomendable, que constituye un procedimiento «educativo»
útil y valioso que ayuda a la víctima a ser mejor. Se le dice a
la víctima que «es por tu propio bien» e incluso, en el colmo
del cinismo, que «a mí me dolió más que a ti». Nadie, al menos
en un país democrático y a principios del siglo xxi, se atrevería
a justificar de ese modo la violencia si la víctima fuera un
adulto.
No hace falta llegar a los casos extremos que salen en los
periódicos, a las quemaduras de cigarrillo o a los huesos rotos.
Cada día hay niños entre nosotros que reciben bofetadas por
«contestar» a un adulto, que escuchan gritos, burlas e improperios
por actividades perfectamente inocentes, que son castigados
por accidentes o errores involuntarios, que son recluidos
durante horas en cuartos convertidos en celdas de castigo, que
son obligados a volverse a tragar lo que acaban de vomitar o
castigados sin ejercicio al aire libre o sin actividades de ocio.
Y todo ello en base a leyes y reglamentos que no están escritos,
normas que a menudo se inventan después de producirse
los hechos, mediante juicios en que una misma persona es
policía, testigo, juez y verdugo sin ningún documento escrito,
sin defensor, sin posibilidad de recurso (la protesta suele generar
un aumento del castigo). Si todo eso no ocurriera en un
hogar, sino en una prisión, y las víctimas no fueran niños,
sino criminales y terroristas, se producirían interpelaciones en
el Parlamento.
Propongo que pongamos fin a esta justificación. Que dejemos
de pensar como vivimos, e intentemos vivir como pensamos. Y si alguna vez «se nos va la mano» con nuestro hijo, hagamos
exactamente lo mismo que si se nos fuera la mano con
un compañero de trabajo o un familiar adulto:
-- Procurar por todos los medios que eso no ocurra.
-- Reconocer que hemos hecho mal y sentirnos avergonzados.
-- Pedir perdón a la víctima.
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